El mítico RuPaul pregunta: «¿si no te puedes amar a ti mismo, cómo demonios pretendes amar a alguien más?». Análogamente, si no nos respetamos como seres humanos, no podremos respetar a nadie más, ni siquiera a nuestros estudiantes. De ahí que la entrada de hoy estará dedicada a explorar el poco respeto que como seres humanos nos tenemos y evidenciamos en nuestra labor docente. Asimismo, probará la necesidad de construirse a través del respeto propio.
El camino aprendido del no respeto
Nuestra sociedad contemporánea, en líneas generales, se ha construido sobre la base del no respeto a nosotros mismos como individuos. De ahí que nos saturemos tanto de ideas que pisotean nuestra individualidad, y abogan por sistemas de gobierno que hacen depender nuestro bienestar individual de un colectivo que llenará todas nuestras necesidades y carencias. Es, como Tomás Moro lo visualizó, una utopía. Sin embargo, el bienestar colectivo nace del individual. Difícilmente sucede a la inversa, porque la masa es un ente deshumanizado, despojado de las señas que nos hacen humanos.
No obstante, en la actualidad, la mayoría de las veces nos comportamos como masas. La sociedad se constituye como una masa informe que divide entre ricos y pobres, hombres y mujeres, adultos, niños y ancianos, casados y solteros. Y así podría extenderme. Esa agrupación de los individuos en masas los despoja de humanidad, para envasarlos a todos en la categoría que corresponda. De igual manera sucede con las profesiones y ocupaciones. Están los grupos de abogados, los médicos, los arquitectos, los ingenieros y los docentes. Estos, a su vez, construyen subcategorías para agrupar a las personas a las que atienden. Así, los abogados tienen clientes, los médicos, pacientes, y los docentes, estudiantes.
De esa manera, el niño, que luego será adulto, aprende desde temprano que la sociedad está constituida a través de grupos, y él mismo va haciendo grupos: sus amigos, sus enemigos. Los buenos, los malos. Los adultos, los compañeros y los otros niños. Despojarse de la individualidad que nos caracteriza es un primer paso para faltarnos el respeto, porque dejamos de vernos en tanto personas cuya dignidad importa, para considerarnos como integrantes de un grupo. De hecho, pensemos cuántas veces ocurre que las personas suelen renunciar a alguna característica personal para pertenecer a dicho grupo. Este constituye el principio del irrespeto: la falta de autenticidad con uno mismo.
El respeto se aprende en la escuela
Coincidiremos en que primero se aprende en casa. No obstante, en la escuela se refuerza lo que se ha aprendido en esta, porque ambos espacios comparten visiones semejantes sobre el mundo. En particular, lo que se refiere a cómo tratar con otros, así como con uno mismo. De este modo, ocurre que la enseñanza relacionada con el respeto hacia nosotros mismos resulta sistemáticamente pasada por alto en ambos lugares. Se aprende que respetar es considerar al otro en cuanto a su valor como ser humano, pero se deja por fuera que esta consideración será muy difícil desarrollarla, si no la hemos desarrollado con nosotros mismos primero.
Un aprendizaje de esa naturaleza crea seres humanos cuya consideración acerca de sí mismos es limitada. Ocuparse constantemente por el valor del otro, por encima del valor propio, es tan suicida como regalar comida o dinero a otros en menoscabo propio: ¿cómo sobrevives después? Sin embargo, esta es la enseñanza del respeto que se brinda en la escuela. De esta nos hemos empapado como docentes y como seres humanos. Es lo que llevamos al salón de clases. Resulta tan interiorizada la lección de que «hay que respetar a las otras personas», casi como un mantra, que es natural la ausencia de referencias al respeto propio.
El efecto de las experiencias previas
Recuerdo que en mi paso por la secundaria, no tuve ningún tipo de lección en torno a la importancia de respetarme como ser humano. El poco contenido explícito en términos morales se limitó siempre a discursos carentes de sentido por el choque con la práctica: docentes que hablaban de respeto, y lo exigían en clase, pero ridiculizaban a sus alumnos cuando daban una respuesta equivocada. O, los más, quienes se enorgullecían de inspirarles miedo a sus estudiantes, seguros de que eran respetados. Confundir el miedo con el respeto, es uno de los daños más grandes que se nos hace como seres humanos.
Cuando llegué a la universidad, el panorama no cambió demasiado. Recuerdo que en mi segundo año vimos una asignatura interesante, que tenía el curioso apodo interno de autoayuda con una connotación más bien pedante y despectiva. Tal mote hacía imposible que uno pudiera disfrutar las clases, en ese afán de ser parte de los estudiantes «normales», y acabara por aburrirse de estas. De esa manera, mi aprendizaje formal acerca del respeto es que era algo que había que tener para las demás personas, y no tanto hacia uno mismo.
El falso respeto de los docentes
Pararse frente a un conjunto de desconocidos seres humanos resulta intimidante. Cuando, además, hay expectativas institucionales respecto a la dinámica que debe existir entre el público y el expositor, las actuaciones resultan un tanto mecánicas. La predictibilidad, el control y lo preestablecido se convierten en una constante del salón de clases. A esto se le suma el aprendizaje preexistente del respeto hacia otros, que en el caso de los estudiantes tiende a pasarse por alto debido a que estos no son considerados seres humanos completos, sino en desarrollo.
De esa manera existe una doble tasa para medir. Por una parte, el docente enseña la importancia del respeto a otros, pero no el autorrespeto. Por otra parte, el docente no considera la importancia del respeto hacia el estudiantado, debido a que son ellos los que deben respetarlo. Así, se espera, se demanda y se exige que el estudiante respete, pese al atropello de los adultos; pese a los irrespetos que se le cometen; pese a la inconsciencia de lo que se proyecta.
La otra cara de la moneda
Se sabe que el docente es una persona abnegada que se sacrifica para hacer del mundo un lugar mejor. O al menos es lo que dice la teoría. En algunos casos es muy cierto, pero el sacrificio que se hace muchas veces raya en el poco respeto propio. La falta de organización, la ambición, el deseo de abarcarlo todo, la necesidad, el excesivo materialismo, entre otros factores, se conjugan en fatal mezcla para que muchas de las decisiones que toma un docente vayan en detrimento de su salud, tanto emocional como física.
Si partimos del esquema que ha sido expuesto previamente, se le ha enseñado a ese docente – que antes fue estudiante – que el respeto va hacia afuera y no hacia adentro, entonces se entiende por qué el docente toma decisiones que le son perjudiciales. La consciencia que tiene de sí mismo, ha sido poco forjada por su medio (escuela, universidad y sociedad), y ello se evidencia en la forma en que se trata, y por consiguiente, como trata a los demás.
De ese modo se puede caer en un fácil victimismo si no sabe poner uno límites a lo que permite. El docente, muchas veces, es primero abusado por sí mismo, y luego la puerta queda abierta a los demás. Todo esto a causa de no aprender que el respeto comienza por uno mismo, y luego se expande hacia los demás. La invitación es a repensar lo que está establecido en nuestro proceder como docentes, y analizar hasta qué punto somos nosotros mismos los responsables de que el trabajo que hacemos sea tan extenuante, a veces inhumano, y cómo tendemos a repetir ese mismo patrón con nuestros estudiantes.
Construyendo el espejo
El respeto propio comienza por mirarnos en el espejo. Como bien acotó Lao Tse, se trata de sentirse contento con ser uno mismo, sin querer cambiarse, ni compararse con otros o competir. Esto tiene una profundidad insospechada. El amor propio tiene una profundidad e implicaciones insospechadas para nuestras vidas.
Desde el trabajo interior, hasta la alimentación sana; pasando por la toma de conciencia sobre la importancia de asistir a terapia, y la planificación de espacios de descanso; también, la consideración real por nuestro tiempo, incluso el aprendizaje de poner límites con otras personas, el respeto propio va de la mano con el amor propio.
A la luz de las prácticas tan interiorizadas que se perpetúan, multiplican y mantienen en el ámbito educativo, es necesario desaprender. Solo iniciando el camino hacia la deconstrucción de lo aprendido, se podrá construir un camino más real para los docentes como seres humanos, para los estudiantes como seres válidos, y para la sociedad en su conjunto.
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